sábado, 6 de junio de 2009

Mostrar la cicatriz

"She had it coming..."


A punto de quedarme dormido, recordé la corta plumas que hace más de ocho años guardaba en el cajón de mi escritorio. Recordé la ocasión, aunque sé que fueron varias, en la que saqué el cuchillo y por enamoramiento adolecente y su inseparable despecho intenté marcar sobre el dorso de mi mano una cicatriz vistosa e indeleble.


De tal acción, ahora en el recuerdo, me parece absolutamente significativo el razonamiento con el que procedía entonces a buscar el pedazo más carnoso y falto de venas en el dorso: el espacio entre el pulgar y el índice.


Su minuciosa elección, lejos de todo azar, me enrostra hoy al menos tres cosas fundamentales:


Primero, la necesidad de que la herida estuviera en un lugar visible y que, por lo tanto, cumpliera la función de revelar la supuesta herida emocional que se me había infligido.


Segundo, la importancia de localizarla en el lugar menos molesto y menos peligroso. Un sitio en el que la herida se volviera pronto una cicatriz gruesa y no se viera más sangre ni aberturas.


La cicatriz marcaba la perennidad del dolor emocional, a la vez que su superación.


La herida cerrada, mi ausencia de fisuras.


Tercero, el hecho de que el gesto no tenía nada de pasional y todo de ideología.


La construcción de esa masculinidad sensible, emocional y afectada es la estrategia con la que desde hace años se reescribe la violencia en contra del otro que supuestamente se ama.


Antes de que sea posible mi propia disolución, determino al otro como su causa. Mediante tal subterfugio práctico, reconozco al otro un poder de acción (ese que tanto se le niega), aunque advierto que su objetivo es dañarme. Por lo tanto, declaro sin lugar a dudas que su única inclinación es hacia el mal.


Con la cicatriz, cerrada y perfecta, y el pudoroso silencio que la explica, hago a todos partícipes de la historia: He sido dañado de una manera tan radical que incluso he tenido que atacarme a mí mismo para soportar el dolor. No puede haber nadie en el mundo tan perverso como para hacerle eso a alguien. No puede haber nadie en el mundo tan indiferente que no se conmisere de mí y se ponga de mi lado.


Y no me había dado cuenta, hasta hace muy poco, que mi cicatriz –la que nunca conseguí tatuarme– enviaba un solo mensaje a ese otro que supuestamente amaba:


Acéptame, como única redención del mal causado, o asume la indignación social y, por supuesto, tu dilapidación.


Saint Louis, Missouri

6 de junio, 2009

miércoles, 20 de mayo de 2009

Tres notas





1. Avatares de la crítica


"Toda escritura revolucionaria es, en sus inicios, un lenguaje de principios: reenvía cada palabra a su origen –principium– para extraerle una significación única e inequívoca.

Se trata, en último trámite, de redefinir de manera geométrica la totalidad del espacio social.”

Martín Cerda, “Escritura revolucionaria”


El texto ante ti. Sugerente y atractivo, con ese dejo de polémica que tanto te deslumbra.

Todas sus citas, tus citas.

Sus autores, los tuyos.

Cada argumento en su lugar y concordes a tu propia razón.

Y aún así, percibes algo que no anda bien.

Te miras al espejo y te cercioras que no eres tú.




2. Los beneficios de ser macho


Escribí un poema.

Como todos los que escribo era malo y deslavado.

Lo reescribí, lo trabajé y lo desarmé al menos cinco veces.

Al final, lo puse en boca de una niña, de sus circunstancias y su vida. Sonaba tan bonito, tan dulce y tan honesto, que lo envolví de ella.

Me recubrí en sus palabras y decidí hacerme mujer.



3. Quiasmo


“Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes”

García Lorca a partir de Jorge Guillén.

“Tu infancia en mentón.”


De esta intensa fábula de fuentes me preocupan dos dilemas que quizás se crucen en el gesto.


Por un lado, la persistencia de la infancia como motivo burgués por antonomasia. La retrospectiva sicológica de un tiempo originario, en el que las perversiones se fueron enquistando hasta dejarnos a la deriva en esta engañosa y podrida actualidad. La excusa perfecta para suspender toda acción en la posibilidad imaginaria de que si no hubiera sido así. Con dolor y seguridad se va dando la asunción de la culpa a través de la separación y la distancia.

Toda mi experiencia se funda en ese trauma.

En cuanto niño, no era yo.

Lo que soy yo es justamente aquello que resta al dejar de serlo.


Por el otro, la tenaza del romanticismo sobre la literatura. La manera en cómo se signa su efectividad en la trascendencia, sobre todo desde el momento en que se determina que la función social de la literatura no pude ser otra que una prosaica y aburguesada moralización ideológica. No hay posibilidad crítica y verdaderamente política más que en la poesía: el repositorio de una sabiduría humana común más allá de la sordidez histórica.


De modo que el poeta y el sabio, junto con sus producciones intelectuales, se conforman en su aislamiento, se perciben solos y faltos de oídos para comprender que “la existencia está en otra parte.”


Apoyar y celebrar tal jugada más allá de su horizonte histórico es persistir en la cómoda infructuosidad de nuestra modernidad.


Absolutismo trascendental contra absolutismo aburguesado y, en el medio, en vez del campo de batalla, la concepción romántica de la retirada de la naturaleza, “la muerte del arte” y la posterior ideología del trauma: De Hölderlin a Trakl, de Baudelaire a Celan y entremedio Hegel, Freud, Benjamin y Heidegger.


El ritmo de la vida moderna, la mecanización del tiempo y su énfasis en la producción, vuelven el mundo inhabitable y destruyen toda relación social. La función de la poesía, entonces, se comprende como un esfuerzo constante por constituir una nueva tradición en la inhabitabilidad del mundo mercantilizado, mecánico y desarticulado de la urbe.


Desgraciadamente, para tales perspectivas, la recomposición de las relaciones sociales está, desde ya, perdida de forma irremediable:


“¿Qué será de los niños que fuimos?,” se preguntaba Enrique Lihn, mientras acusaba la premura del tiempo y la adultez por alcanzarlos, por hacerlos girar al ritmo del reloj fuera de la pieza oscura:

“Pero una parte de mí –continúa– no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente.

Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas

dulcemente abrumado de imposibles presagios

y no he cumplido aún toda mi edad

ni llegaré a cumplirla como él

de una vez y para siempre.”

La pieza oscura (1963)


El peligro, entonces: decir, heme ahí, y añorar el regreso a un inexistente tiempo antes del tiempo.


Saint Louis, Missouri

20 de mayo, 2009


lunes, 13 de abril de 2009

La ilusión de un pensamiento II: Tragedia en clave espinoziana (o mi persistencia en la inadecuación)


“---sabed que todas las cosas naturales dessean imitar a su hazedor, y primera causa.

Y como esta es eterna y infinita dessean conservarse como ella.

Para esto buscan sus semejantes de su specie…”

Pedro de Mercado, Dialogos de philosophia (Granda, 1588)


B es un hombre sencillo; diríamos, en palabras más técnicas, que es un hombre con un entendimiento medio del universo. Piensa que hay cierto diseño que lo gobierna, pero no está seguro de su sentido y menos aún de su necesidad. Como el común de la gente, oscila entre el deseo de que exista algo más allá de la mera contingencia en la que se desenvuelve, aunque escépticamente duda de que ese algo que espera que haya no sea más que una creación de su propio deseo y no una realidad que lo supera y lo contiene. Diremos, entonces, que su mente se compone mayoritariamente de ideas inadecuadas. Claro que eso no significa que él sea infeliz. Al contrario, las más de las veces lo vemos experimentar cierto grado de felicidad, frecuentes titilaciones por el amor que siente por Z.

Como sería de esperar, no todo es miel sobre hojuelas y de tiempo en tiempo hay actitudes de Z que lo incomodan, provocándole cierto dolor. La acumulación de estas actitudes lo ha predispuesto un poco a persistir en ese dolor por el simple hecho de recordarlas cada vez que Z inicia algún gesto que asemeje dichas actitudes.

Con alguna desesperación, ya que las pequeñas alegrías han ido consumiéndose en los arranques de dolor que esta confusión entre actitudes y memoria le provocan, se ha refugiado en el consejo fraterno (aunque esta palabra deja fuera a sus hermanas y a sus amigas, cosa bastante injusta). Al igual que Z luego de que resuelven sus esporádicos conflictos, sus amistades insisten en decirle que no sea tonto, que no la deje, que entienda el error en el que incurre con imaginarse un futuro así.

B, siendo un hombre también algo testarudo, confiado en su propio criterio y comprensión de las cosas contingentes que le suceden –a pesar de que es escéptico con el orden general del universo–, considera tales recomendaciones, si bien bien intencionadas, claramente arbitrarias. Fundadas en la comodidad de un estado de cosas presente, no consideran las pasiones que lo afectan.


Convencido por sus últimos razonamientos, B deja a Z. Con un discurso más bien frío y calculado, le declara que la suma de momentos de felicidad restados a los de dolor, no alcanzan a equilibrar la balanza en favor de la relación. “Dado el estado de cosas, no logro comprender la razón de que tú y yo estemos juntos,” concluye.


Z lo mira con dolor, pero en la totalidad de su mente y cuerpo, piensa que las sensaciones no son tan fuertes como ella pensaba que serían en primera instancia. Incluso percibe cierto alivio en los momentos en que sostiene la puerta para dejar salir a B con maletas y cajas a cargar su auto.


Con el tiempo y la distancia (que son factores principales en los asuntos humanos), B cae en una insuperable melancolía. Asediado por la inactividad que sigue a estas depresiones y cercano a la muerte, por una súbita reacción más corporal que mental, pero que de inmediato adquiere toda su dimensión en sus ideas, B reconoce su error. Verdaderamente comprende lo inadecuadas que eran sus ideas en el momento de abandonar su relación con Z y la necesidad absoluta de vivir con ella. Mediante el conocimiento intuitivo brindado por esta experiencia límite que lo ha llevado al borde de la muerte, logra comprender la perfección geométrica de los consejos de sus amistades. Jamás fueron arbitrarios, sino que respondían justamente a un diseño universal y a la necesidad propia de las relaciones entre ciertos cuerpos y ciertos individuos conformados como modos de una sustancia infinita.


Sin embargo, junto con tal conocimiento, B sabe trágicamente que sin Z está condenado a morir. Su ausencia es un veneno tan potente para su constitución, que si no vuelve a entrar en relación con ella no podrá salir jamás de la tristeza melancólica que lo embarga.


En un desgarrador esfuerzo por salir de su condición y perseverar en sí –no dejarse morir– se va corriendo en búsqueda de Z y de su perdón; la reconciliación inmediata que debe forjarse ante la imperiosa necesidad de su encuentro. En su cabeza se repite la sabiduría popular del dicho: “a nadie la falta Dios.” Con paciencia y determinación, espera, y por lo tanto no teme, que esto quedará resuelto en poco tiempo.


Por supuesto, tal como lo sospechábamos a partir de los sentimientos provocados por la separación con B, Z ha comprendido, también de manera intuitiva, lo inadecuadas que eran sus ideas sobre el lugar que ella debía ocupar en el universo y en relación a otros. Al cabo de unos días, encontrando a otra persona –llamémoslo C– fue capaz de contemplar la perfecta geometría que los componía y la relación necesaria que unió sus caminos. Es más, comprende la necesidad absoluta de su ruptura con B y la necesidad de no verlo nunca más.


En otras palabras, es feliz.


B, por su parte, parece que acaba de encontrar su fin. Dada la constitución del universo en su diáfano y perfecto diseño, B sabe ahora cuál es su incuestionable y asintótico accionar. No dejar de Ir nunca hacia su límite sin jamás llegar a coincidir con él.


No puede decir como nosotros, meros e inadecuados observadores, que es una lástima que en el mundo de los humanos no hayamos aprendido aún a habitar en una dimensión en la que considerando la eternidad del universo, logremos remontarnos sobre la contingencia del tiempo y el espacio para hacer frente a nuestros errores fundamentales. Afortunadamente, aunque sería mejor decir providencialmente, nos queda la conformidad de saber que existe Dios, que sin propósito ni premeditación, constituye el diseño absolutamente necesario del universo.


En tanto modo de la única infinita sustancia que es causa de sí, B perseverará en sí, no por un deber o un mandato, sino porque así son las cosas, y habrá de aprender a vivir en contra de su melancolía. Acaso algún día (tenemos que dejar abierta una puerta a la esperanza, pero nótese que soy yo el que interviene aquí) haya otro giro comprensivo y sepa que verdaderamente esa melancolía es su felicidad.


En mi esquema –perverso me gustaría agregar, puesto que soy tan inclinado a lo humano y sus pasiones– B está determinado (y no diremos condenado, que seguiría acumulando pasiones a lo que no las tiene) necesariamente a la empalagosa vida, aunque no el fin (el suicidio es una contradicción absurda y sería fruto de la inadecuación más absoluta de las ideas y afectos), de las penurias (Leiden)* del joven Werther.


*Leiden en alemán tiene la gracia de tener un sentido activo, vinculado a tolerar, y uno pasivo, vinculado a sufrir.


10-13 de abril, 2009

Saint Louis, Missouri


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