lunes, 30 de junio de 2008

Desgracia (J.M. Coetzee)

"El que (las cosas) “sigan así”, (eso) es la catástrofe."
Walter Benjamin

Para caer en desgracia, primero debo concebir la existencia, la nuestra, la de todos nosotros, en algún estado de gracia. La caída, por lo tanto, requiere de mí algún acto réprobo y degradante que, a ojos de los demás –aquellas y aquellos que nos acompañan en el propuesto estado de gracia, nuestros pares y próximos– y, más aún, ante mis propios ojos constituya una cicatriz imborrable: esa anexión de la substracción, el prefijo des... de la gracia a la desgracia y, por lo tanto, de la inclusión a la exclusión.

Coetzee, sin embargo, me hace ver el error en mi sentido común (moral sense – sensus communis). La fascinación moral de nuestra sociedad por señalar y excluir al desgraciado es fruto no de una aventura individual por una superación (el consuelo: si bien nadie es perfecto y todos podemos ser mejores, al menos compartimos un piso común en nuestro precario y humilde estado de gracia: tenmos derecho a la gracia), sino de un trágico reconocimiento. No hay tal lugar. La gracia se corresponde con el esfuerzo por ocultar que aquella substracción añadida, la des-gracia, substancia y justifica un estado de gracia. Me demuestra que olvidar ese detalle, avergonzarme de mi desgracia y dar paso a la resignación no es más que otra forma de sujeción a este maravilloso estado de cosas en el que tú y yo nos regocijamos.

En efecto, ya resignado ante su propia situación y ante sus constantes fracasos con su hija, David Lurie le confiesa a Bev Shaw (esa Bev Shaw que a sus ojos no es otra cosa que la confirmación de su desgracia: “...a esto he llegado. Esto es a lo que me tendré que acostumbrar, esto y quizás menos que esto”):

Teaching was never a vocation for me. Certainly I have never aspired to teach people how to live. I was what used to be called a scholar. I wrote books about dead people. That was where my heart was. I taught only to make a living.

Para mí, enseñar nunca fue una vocación. Ciertamente nunca he aspirado a enseñarle a la gente cómo vivir. Era lo que llamamos un académico. Escribía libros sobre personas muertas. Allí estaba mi corazón. Enseñaba sólo para ganarme la vida.

Creo que la desgracia sobreviene, entonces, cuando traduzco la expresión “to make a living” con la inexactitud de esta otra: “ganarme la vida.” En castellano, la frase hecha no puede evitar ni al sujeto (en el reflexivo) ni el hecho que el verbo “ganarse” (to earn, en inglés, lo que resalta más la elección del verbo) hace aún más estrecha la gama posible de sentidos que atrae la expresión en inglés; la ata a una retribución material indispensable para la supervivencia y no al sentido de una confección.

Se pierde, irremediablemente, ese contraste con la escritura sobre la vida u obra de personas ya muertas (si es que no siempre muertas/nunca vivas: el autor) con la fastidiosa y descorazonada enseñanza necesaria para “hacer un vida.” Una vida, al parecer, desde ya y para siempre desgraciada: destinada al olvido y la desaparición.

“I teach to make a living,” literalmente: enseño para hacer una vida. Sin embargo, mientras hago esa vida, la que creo mía y para mí, hago (impongo) una vida para los otros. Me enseño sin vocación para transmitir una vida (cualquier vida) que no quiero pero que estoy obligado a vivir. Modelo, entonces, una existencia resignada para todos y afirmo cínicamente mi pasión por aquello que ya está muerto y que a nadie le importa: “Escribía libros sobre personas muertas.” Mi pregunta es si esos libros, que son mi vocación pero que no hacen mi vida –con ellos no me hago/gano una vida–, los escribo también para personas muertas.

Saint Louis, Missouri
30 de junio, 2008

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