jueves, 11 de febrero de 2010

El caribe, aborigen centroamericano exterminado en 1798. Lo mató la falta de inercia y el aburrimiento.

Hace unos días (días que para hoy son casi un año) me puse a buscar, sin mucha esperanza de reencontrarla, una vieja nota –más bien un microcuento– que escribí a partir de la primera ley de la dinámica de Newton. En el cuento, usando una estrategia simple y efectiva, una especie de entimema, me serví de la ley de inercia como premisa –todo cuerpo continúa en estado de reposo o movimiento rectilíneo uniforme, a menos que actúe sobre él una fuerza que lo obligue a cambiar dicho estado– para luego concluir cínicamente cuán fácil sería, entonces, abandonar nuestro monótono derrotero vital. Sólo te faltaba, creo recordar que decía la última línea, un pequeño empujón para salir de tu rutina, de tu cama a la escuela, de tu vivir a tu morir.


Como era de esperar, no encontré ni la nota ni la energía suficiente para reescribirla. Volví a Newton, a las leyes e incluso sobre algún detalle de su biografía, a ver si me incentivaba la memoria, la creatividad o ese espacio que las dos comparten. Sin embargo, cual entrada de un diario, el cuento permaneció una huella de su instante y su reconstrucción una impostura.


Sea como sea, mi búsqueda no fue del todo infructuosa. Entre los archivos y documentos que he olvidado borrar, descubrí una cita de Kant que había reservado ya hace cuatro años para contrastarla con unas ideas de Lezama sobre La expresión americana. Por supuesto, el contraste nunca ocurrió y hasta hoy comparte el mismo destino que la nota perdida.


La cita en cuestión corresponde a La antropología en perspectiva pragmática y trata específicamente del aburrimiento y del pasatiempo. En ella, Kant descubre que para el hombre cultivado el acto de sentir su vida, deleitarse, no es otra cosa que sentirse llevado constantemente a salir del estado presente, lo que se manifiesta en él también como un continuo dolor. Este es el que le permite al filósofo justificar la desesperación que sienten estos hombres en su necesidad de abandonar cada punto temporal en el que estén y transitar al siguiente. En efecto, esta perspectiva del dolor, del aburrimiento más profundo, llega a ser tal que incluso puede conducir, en los casos más extremos, al suicidio. El vacío de sensaciones despierta, dice Kant, un horror (horror vacui) y el presentimiento de una muerte lenta que hace preferir ante todo el corte inmediato de la hebra vital: “Los ingleses se suicidan para pasar el tiempo”


De este razonamiento antropológico y pragmático, lo que más me llama la atención no es lo que declara el texto –que pensado dentro de la filosofía kantiana tiene muchísimo sentido–, sino la nota al pie con la que Kant contrasta y sustenta la validez de tal experiencia para los hombres (si y sólo si) cultivados. La nota, puesta precisamente después de la posible perspectiva del suicidio por aburrimiento, declara lo siguiente:


“El caribe, por su innata falta de vida, está libre de esta incomodidad. Puede estar sentado largas horas con su caña sin pescar nada; la falta de pensamiento es una carencia del aguijón de la actividad que conlleva siempre un dolor, del cual ese está eximido.”


Parece evidente que lo que más indigna aquí es la determinación sin más de la ausencia de vida y pensamiento del caribe, incluso si pudiera justificarse a modo de alabanza utópica, a medio camino entre la oda a la vida retirada y el mito del buen salvaje: ¡Bendito aquel que no piensa y que no sufre como nosotros los ya y para siempre corrompidos ilustrados!


No obstante, había otra cosa en la cita que me seguía perturbando. Algo en la manera en que Kant justificaba la necesidad de ese miserable hombre cultivado de transitar en el tiempo y en el espacio ante la inercia de su vida.


Cuando estaba a punto de olvidarme de todo y devolver la cita a los documentos curiosos del pasado, regresó a mí la ley de la dinámica de Newton, junto con una frasesde Agamben que me lo aclaró todo. Según el italiano, uno de los hechos significativos del sistema filosófico kantiano fue la identificación del contenido de la experiencia con la ciencia de su tiempo (o sea con la física newtoniana), planteando sin embargo con nuevo rigor el problema del sujeto que le corresponde.


En este sentido, el anterior razonamiento antropológico de Kant se explica en que el cuerpo, en reposo o movimiento rectilíneo de la ley newtoniana, no sólo es afectado por fuerzas exteriores, sino que tiene o cree tener otra fuerza intrínseca con la que él mismo puede sacarse a sí de tal situación.


El problema está en que, para Kant, el sujeto no es un fenómeno que sucede en el mundo (en el tiempo y en el espacio), sino que un punto de vista trascendental sobre él y, por lo tanto, no existe una relación directa entre ambos. Para conocer el mundo y en definitiva a sí mismo, el sujeto trascendental requiere de una intuición sensible que sólo se la provee un sujeto empírico, quien por desgracia es disperso, variable y nunca asimilable del todo. En consecuencia, Kant requiere de un espacio intermedio, entre razón pura y razón práctica, en el que se pueda superar de algún modo esa impotencia epistémica. De acuerdo con Terry Eagleton, esta inexperimentabilidad del mundo del sujeto trascendental se sublima, entonces, en el ámbito de lo estético. De hecho, dice el británico, es fundamental que en Kant lo estético no es por ningún motivo de naturaleza cognitiva, aunque tiene algo de la forma y de la estructura racional; por lo tanto, es la capacidad estética la que une a todos los seres humanos con la autoridad de una ley, pero en un nivel más efectivo e intuitivo: “lo que nos une como sujetos no es el conocimiento, sino una inefable reciprocidad de sentimiento” (The Ideology of The Aesthetic, 75).


El hombre cultivado tiene y comparte con los otros hombres cultivados, entonces, la capacidad de sentir su vida e intuir maneras de enfrentar el dolor provocado por la inmovilidad destacada ante el implacable paso del tiempo; o, de no lograr esto último, puede siempre evadir la desesperación a través del goce superfluo de diversos pasatiempos que, al menos, lo salvan de sentir su angustioso reposo.


La física newtoniana, en contraposición a la aristotélica, no puede concebir el reposo absoluto. En efecto, dada la primera ley de la dinámica, todo cuerpo conservará un movimiento rectilíneo uniforme, a menos de que se le aplique una fuerza contraria.

El dolor que siente el hombre cultivado ante su aparente inmovilidad va de la mano con la imposibilidad de ejercer su propia fuerza ante la fuerza exterior que se ejerce sobre él y que lo obliga a mantenerse en un estado de cosas determinado, mientras el tiempo continúa su avance. Así, la capacidad estética o le da la intuición para potenciar su propia fuerza o le permite evadir la variable tiempo (que tanto para Newton y Aristóteles es constante) y sublimar su inmovilidad física con una movilidad imaginaria.


El caribe, por su parte, resulta un sujeto absolutamente inconcebible para el sistema kantiano. Al menos, del modo en como él lo describe por contraste con el hombre cultivado. No es sólo que el caribe realice constantemente una tarea infructuosa, sino que además la hace sin conciencia del tiempo y conservando un imposible reposo absoluto. Como este comportamiento no puede suceder –es impensable para el sujeto trascendental– dado su filosofía y el paradigma científico de la época, Kant sólo logra justificarlo a través de una carencia de vida y, por lo tanto, de pensamiento. La exclusión del caribe del sistema kantiano, entonces, no se da como la del sujeto trascendental, que se ubica en el umbral del mundo, al borde del sistema del que es creador y resto. La exclusión del caribe se construye como la definición de un caso determinado por un paradigma científico anterior: un error o un mito. Su clara falta de sensibilidad –es imposible que un ser humano sobreviva a esas actividades– lo deja fuera del círculo de la humanidad y por lo tanto, Kant, de un plumazo, culmina la tarea que iniciaron los conquistadores.


A casi diez años de la revolución francesa y de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, el caribe, desde una nota marginal, es exterminado simplemente. Su comportamiento anómalo, falto de inercia y de aburrimiento, lo hace impensable, restándole capacidad sensible y excluyéndolo, en consecuencia, del círculo fraternal de los seres humanos.


Hoy, nos dirán que la filosofía Kantiana “orientaliza” o, propiamente dicho, “caribiza.” Aquel Caribe exterminado en verdad no existe. Tal como todo pensador del siglo XVIII, Kant requiere construir un depósito negativo, una barbarie o un resto para poder erigir su sistema y definir en contraste a la civilización. Yo les respondo que no. No hay más excusas. La sostenida fraternidad del círculo humano ha demostrado innumerables veces su imposibilidad para lidiar con la realidad, del mismo modo en que la física newtoniana lo hizo al intentar medir con precisión la velocidad de la luz o hacerse cargo del comportamiento de las unidades mínimas de la materia.


Kant mató al Caribe ayer y lo sigue haciendo hoy, de manera impune.


Saint Louis, Missouri

2009.

Berlín, Alemania

Febrero de 2010.

sábado, 6 de junio de 2009

Mostrar la cicatriz

"She had it coming..."


A punto de quedarme dormido, recordé la corta plumas que hace más de ocho años guardaba en el cajón de mi escritorio. Recordé la ocasión, aunque sé que fueron varias, en la que saqué el cuchillo y por enamoramiento adolecente y su inseparable despecho intenté marcar sobre el dorso de mi mano una cicatriz vistosa e indeleble.


De tal acción, ahora en el recuerdo, me parece absolutamente significativo el razonamiento con el que procedía entonces a buscar el pedazo más carnoso y falto de venas en el dorso: el espacio entre el pulgar y el índice.


Su minuciosa elección, lejos de todo azar, me enrostra hoy al menos tres cosas fundamentales:


Primero, la necesidad de que la herida estuviera en un lugar visible y que, por lo tanto, cumpliera la función de revelar la supuesta herida emocional que se me había infligido.


Segundo, la importancia de localizarla en el lugar menos molesto y menos peligroso. Un sitio en el que la herida se volviera pronto una cicatriz gruesa y no se viera más sangre ni aberturas.


La cicatriz marcaba la perennidad del dolor emocional, a la vez que su superación.


La herida cerrada, mi ausencia de fisuras.


Tercero, el hecho de que el gesto no tenía nada de pasional y todo de ideología.


La construcción de esa masculinidad sensible, emocional y afectada es la estrategia con la que desde hace años se reescribe la violencia en contra del otro que supuestamente se ama.


Antes de que sea posible mi propia disolución, determino al otro como su causa. Mediante tal subterfugio práctico, reconozco al otro un poder de acción (ese que tanto se le niega), aunque advierto que su objetivo es dañarme. Por lo tanto, declaro sin lugar a dudas que su única inclinación es hacia el mal.


Con la cicatriz, cerrada y perfecta, y el pudoroso silencio que la explica, hago a todos partícipes de la historia: He sido dañado de una manera tan radical que incluso he tenido que atacarme a mí mismo para soportar el dolor. No puede haber nadie en el mundo tan perverso como para hacerle eso a alguien. No puede haber nadie en el mundo tan indiferente que no se conmisere de mí y se ponga de mi lado.


Y no me había dado cuenta, hasta hace muy poco, que mi cicatriz –la que nunca conseguí tatuarme– enviaba un solo mensaje a ese otro que supuestamente amaba:


Acéptame, como única redención del mal causado, o asume la indignación social y, por supuesto, tu dilapidación.


Saint Louis, Missouri

6 de junio, 2009

miércoles, 20 de mayo de 2009

Tres notas





1. Avatares de la crítica


"Toda escritura revolucionaria es, en sus inicios, un lenguaje de principios: reenvía cada palabra a su origen –principium– para extraerle una significación única e inequívoca.

Se trata, en último trámite, de redefinir de manera geométrica la totalidad del espacio social.”

Martín Cerda, “Escritura revolucionaria”


El texto ante ti. Sugerente y atractivo, con ese dejo de polémica que tanto te deslumbra.

Todas sus citas, tus citas.

Sus autores, los tuyos.

Cada argumento en su lugar y concordes a tu propia razón.

Y aún así, percibes algo que no anda bien.

Te miras al espejo y te cercioras que no eres tú.




2. Los beneficios de ser macho


Escribí un poema.

Como todos los que escribo era malo y deslavado.

Lo reescribí, lo trabajé y lo desarmé al menos cinco veces.

Al final, lo puse en boca de una niña, de sus circunstancias y su vida. Sonaba tan bonito, tan dulce y tan honesto, que lo envolví de ella.

Me recubrí en sus palabras y decidí hacerme mujer.



3. Quiasmo


“Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes”

García Lorca a partir de Jorge Guillén.

“Tu infancia en mentón.”


De esta intensa fábula de fuentes me preocupan dos dilemas que quizás se crucen en el gesto.


Por un lado, la persistencia de la infancia como motivo burgués por antonomasia. La retrospectiva sicológica de un tiempo originario, en el que las perversiones se fueron enquistando hasta dejarnos a la deriva en esta engañosa y podrida actualidad. La excusa perfecta para suspender toda acción en la posibilidad imaginaria de que si no hubiera sido así. Con dolor y seguridad se va dando la asunción de la culpa a través de la separación y la distancia.

Toda mi experiencia se funda en ese trauma.

En cuanto niño, no era yo.

Lo que soy yo es justamente aquello que resta al dejar de serlo.


Por el otro, la tenaza del romanticismo sobre la literatura. La manera en cómo se signa su efectividad en la trascendencia, sobre todo desde el momento en que se determina que la función social de la literatura no pude ser otra que una prosaica y aburguesada moralización ideológica. No hay posibilidad crítica y verdaderamente política más que en la poesía: el repositorio de una sabiduría humana común más allá de la sordidez histórica.


De modo que el poeta y el sabio, junto con sus producciones intelectuales, se conforman en su aislamiento, se perciben solos y faltos de oídos para comprender que “la existencia está en otra parte.”


Apoyar y celebrar tal jugada más allá de su horizonte histórico es persistir en la cómoda infructuosidad de nuestra modernidad.


Absolutismo trascendental contra absolutismo aburguesado y, en el medio, en vez del campo de batalla, la concepción romántica de la retirada de la naturaleza, “la muerte del arte” y la posterior ideología del trauma: De Hölderlin a Trakl, de Baudelaire a Celan y entremedio Hegel, Freud, Benjamin y Heidegger.


El ritmo de la vida moderna, la mecanización del tiempo y su énfasis en la producción, vuelven el mundo inhabitable y destruyen toda relación social. La función de la poesía, entonces, se comprende como un esfuerzo constante por constituir una nueva tradición en la inhabitabilidad del mundo mercantilizado, mecánico y desarticulado de la urbe.


Desgraciadamente, para tales perspectivas, la recomposición de las relaciones sociales está, desde ya, perdida de forma irremediable:


“¿Qué será de los niños que fuimos?,” se preguntaba Enrique Lihn, mientras acusaba la premura del tiempo y la adultez por alcanzarlos, por hacerlos girar al ritmo del reloj fuera de la pieza oscura:

“Pero una parte de mí –continúa– no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente.

Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas

dulcemente abrumado de imposibles presagios

y no he cumplido aún toda mi edad

ni llegaré a cumplirla como él

de una vez y para siempre.”

La pieza oscura (1963)


El peligro, entonces: decir, heme ahí, y añorar el regreso a un inexistente tiempo antes del tiempo.


Saint Louis, Missouri

20 de mayo, 2009


lunes, 13 de abril de 2009

La ilusión de un pensamiento II: Tragedia en clave espinoziana (o mi persistencia en la inadecuación)


“---sabed que todas las cosas naturales dessean imitar a su hazedor, y primera causa.

Y como esta es eterna y infinita dessean conservarse como ella.

Para esto buscan sus semejantes de su specie…”

Pedro de Mercado, Dialogos de philosophia (Granda, 1588)


B es un hombre sencillo; diríamos, en palabras más técnicas, que es un hombre con un entendimiento medio del universo. Piensa que hay cierto diseño que lo gobierna, pero no está seguro de su sentido y menos aún de su necesidad. Como el común de la gente, oscila entre el deseo de que exista algo más allá de la mera contingencia en la que se desenvuelve, aunque escépticamente duda de que ese algo que espera que haya no sea más que una creación de su propio deseo y no una realidad que lo supera y lo contiene. Diremos, entonces, que su mente se compone mayoritariamente de ideas inadecuadas. Claro que eso no significa que él sea infeliz. Al contrario, las más de las veces lo vemos experimentar cierto grado de felicidad, frecuentes titilaciones por el amor que siente por Z.

Como sería de esperar, no todo es miel sobre hojuelas y de tiempo en tiempo hay actitudes de Z que lo incomodan, provocándole cierto dolor. La acumulación de estas actitudes lo ha predispuesto un poco a persistir en ese dolor por el simple hecho de recordarlas cada vez que Z inicia algún gesto que asemeje dichas actitudes.

Con alguna desesperación, ya que las pequeñas alegrías han ido consumiéndose en los arranques de dolor que esta confusión entre actitudes y memoria le provocan, se ha refugiado en el consejo fraterno (aunque esta palabra deja fuera a sus hermanas y a sus amigas, cosa bastante injusta). Al igual que Z luego de que resuelven sus esporádicos conflictos, sus amistades insisten en decirle que no sea tonto, que no la deje, que entienda el error en el que incurre con imaginarse un futuro así.

B, siendo un hombre también algo testarudo, confiado en su propio criterio y comprensión de las cosas contingentes que le suceden –a pesar de que es escéptico con el orden general del universo–, considera tales recomendaciones, si bien bien intencionadas, claramente arbitrarias. Fundadas en la comodidad de un estado de cosas presente, no consideran las pasiones que lo afectan.


Convencido por sus últimos razonamientos, B deja a Z. Con un discurso más bien frío y calculado, le declara que la suma de momentos de felicidad restados a los de dolor, no alcanzan a equilibrar la balanza en favor de la relación. “Dado el estado de cosas, no logro comprender la razón de que tú y yo estemos juntos,” concluye.


Z lo mira con dolor, pero en la totalidad de su mente y cuerpo, piensa que las sensaciones no son tan fuertes como ella pensaba que serían en primera instancia. Incluso percibe cierto alivio en los momentos en que sostiene la puerta para dejar salir a B con maletas y cajas a cargar su auto.


Con el tiempo y la distancia (que son factores principales en los asuntos humanos), B cae en una insuperable melancolía. Asediado por la inactividad que sigue a estas depresiones y cercano a la muerte, por una súbita reacción más corporal que mental, pero que de inmediato adquiere toda su dimensión en sus ideas, B reconoce su error. Verdaderamente comprende lo inadecuadas que eran sus ideas en el momento de abandonar su relación con Z y la necesidad absoluta de vivir con ella. Mediante el conocimiento intuitivo brindado por esta experiencia límite que lo ha llevado al borde de la muerte, logra comprender la perfección geométrica de los consejos de sus amistades. Jamás fueron arbitrarios, sino que respondían justamente a un diseño universal y a la necesidad propia de las relaciones entre ciertos cuerpos y ciertos individuos conformados como modos de una sustancia infinita.


Sin embargo, junto con tal conocimiento, B sabe trágicamente que sin Z está condenado a morir. Su ausencia es un veneno tan potente para su constitución, que si no vuelve a entrar en relación con ella no podrá salir jamás de la tristeza melancólica que lo embarga.


En un desgarrador esfuerzo por salir de su condición y perseverar en sí –no dejarse morir– se va corriendo en búsqueda de Z y de su perdón; la reconciliación inmediata que debe forjarse ante la imperiosa necesidad de su encuentro. En su cabeza se repite la sabiduría popular del dicho: “a nadie la falta Dios.” Con paciencia y determinación, espera, y por lo tanto no teme, que esto quedará resuelto en poco tiempo.


Por supuesto, tal como lo sospechábamos a partir de los sentimientos provocados por la separación con B, Z ha comprendido, también de manera intuitiva, lo inadecuadas que eran sus ideas sobre el lugar que ella debía ocupar en el universo y en relación a otros. Al cabo de unos días, encontrando a otra persona –llamémoslo C– fue capaz de contemplar la perfecta geometría que los componía y la relación necesaria que unió sus caminos. Es más, comprende la necesidad absoluta de su ruptura con B y la necesidad de no verlo nunca más.


En otras palabras, es feliz.


B, por su parte, parece que acaba de encontrar su fin. Dada la constitución del universo en su diáfano y perfecto diseño, B sabe ahora cuál es su incuestionable y asintótico accionar. No dejar de Ir nunca hacia su límite sin jamás llegar a coincidir con él.


No puede decir como nosotros, meros e inadecuados observadores, que es una lástima que en el mundo de los humanos no hayamos aprendido aún a habitar en una dimensión en la que considerando la eternidad del universo, logremos remontarnos sobre la contingencia del tiempo y el espacio para hacer frente a nuestros errores fundamentales. Afortunadamente, aunque sería mejor decir providencialmente, nos queda la conformidad de saber que existe Dios, que sin propósito ni premeditación, constituye el diseño absolutamente necesario del universo.


En tanto modo de la única infinita sustancia que es causa de sí, B perseverará en sí, no por un deber o un mandato, sino porque así son las cosas, y habrá de aprender a vivir en contra de su melancolía. Acaso algún día (tenemos que dejar abierta una puerta a la esperanza, pero nótese que soy yo el que interviene aquí) haya otro giro comprensivo y sepa que verdaderamente esa melancolía es su felicidad.


En mi esquema –perverso me gustaría agregar, puesto que soy tan inclinado a lo humano y sus pasiones– B está determinado (y no diremos condenado, que seguiría acumulando pasiones a lo que no las tiene) necesariamente a la empalagosa vida, aunque no el fin (el suicidio es una contradicción absurda y sería fruto de la inadecuación más absoluta de las ideas y afectos), de las penurias (Leiden)* del joven Werther.


*Leiden en alemán tiene la gracia de tener un sentido activo, vinculado a tolerar, y uno pasivo, vinculado a sufrir.


10-13 de abril, 2009

Saint Louis, Missouri


Datos personales