lunes, 13 de abril de 2009

La ilusión de un pensamiento II: Tragedia en clave espinoziana (o mi persistencia en la inadecuación)


“---sabed que todas las cosas naturales dessean imitar a su hazedor, y primera causa.

Y como esta es eterna y infinita dessean conservarse como ella.

Para esto buscan sus semejantes de su specie…”

Pedro de Mercado, Dialogos de philosophia (Granda, 1588)


B es un hombre sencillo; diríamos, en palabras más técnicas, que es un hombre con un entendimiento medio del universo. Piensa que hay cierto diseño que lo gobierna, pero no está seguro de su sentido y menos aún de su necesidad. Como el común de la gente, oscila entre el deseo de que exista algo más allá de la mera contingencia en la que se desenvuelve, aunque escépticamente duda de que ese algo que espera que haya no sea más que una creación de su propio deseo y no una realidad que lo supera y lo contiene. Diremos, entonces, que su mente se compone mayoritariamente de ideas inadecuadas. Claro que eso no significa que él sea infeliz. Al contrario, las más de las veces lo vemos experimentar cierto grado de felicidad, frecuentes titilaciones por el amor que siente por Z.

Como sería de esperar, no todo es miel sobre hojuelas y de tiempo en tiempo hay actitudes de Z que lo incomodan, provocándole cierto dolor. La acumulación de estas actitudes lo ha predispuesto un poco a persistir en ese dolor por el simple hecho de recordarlas cada vez que Z inicia algún gesto que asemeje dichas actitudes.

Con alguna desesperación, ya que las pequeñas alegrías han ido consumiéndose en los arranques de dolor que esta confusión entre actitudes y memoria le provocan, se ha refugiado en el consejo fraterno (aunque esta palabra deja fuera a sus hermanas y a sus amigas, cosa bastante injusta). Al igual que Z luego de que resuelven sus esporádicos conflictos, sus amistades insisten en decirle que no sea tonto, que no la deje, que entienda el error en el que incurre con imaginarse un futuro así.

B, siendo un hombre también algo testarudo, confiado en su propio criterio y comprensión de las cosas contingentes que le suceden –a pesar de que es escéptico con el orden general del universo–, considera tales recomendaciones, si bien bien intencionadas, claramente arbitrarias. Fundadas en la comodidad de un estado de cosas presente, no consideran las pasiones que lo afectan.


Convencido por sus últimos razonamientos, B deja a Z. Con un discurso más bien frío y calculado, le declara que la suma de momentos de felicidad restados a los de dolor, no alcanzan a equilibrar la balanza en favor de la relación. “Dado el estado de cosas, no logro comprender la razón de que tú y yo estemos juntos,” concluye.


Z lo mira con dolor, pero en la totalidad de su mente y cuerpo, piensa que las sensaciones no son tan fuertes como ella pensaba que serían en primera instancia. Incluso percibe cierto alivio en los momentos en que sostiene la puerta para dejar salir a B con maletas y cajas a cargar su auto.


Con el tiempo y la distancia (que son factores principales en los asuntos humanos), B cae en una insuperable melancolía. Asediado por la inactividad que sigue a estas depresiones y cercano a la muerte, por una súbita reacción más corporal que mental, pero que de inmediato adquiere toda su dimensión en sus ideas, B reconoce su error. Verdaderamente comprende lo inadecuadas que eran sus ideas en el momento de abandonar su relación con Z y la necesidad absoluta de vivir con ella. Mediante el conocimiento intuitivo brindado por esta experiencia límite que lo ha llevado al borde de la muerte, logra comprender la perfección geométrica de los consejos de sus amistades. Jamás fueron arbitrarios, sino que respondían justamente a un diseño universal y a la necesidad propia de las relaciones entre ciertos cuerpos y ciertos individuos conformados como modos de una sustancia infinita.


Sin embargo, junto con tal conocimiento, B sabe trágicamente que sin Z está condenado a morir. Su ausencia es un veneno tan potente para su constitución, que si no vuelve a entrar en relación con ella no podrá salir jamás de la tristeza melancólica que lo embarga.


En un desgarrador esfuerzo por salir de su condición y perseverar en sí –no dejarse morir– se va corriendo en búsqueda de Z y de su perdón; la reconciliación inmediata que debe forjarse ante la imperiosa necesidad de su encuentro. En su cabeza se repite la sabiduría popular del dicho: “a nadie la falta Dios.” Con paciencia y determinación, espera, y por lo tanto no teme, que esto quedará resuelto en poco tiempo.


Por supuesto, tal como lo sospechábamos a partir de los sentimientos provocados por la separación con B, Z ha comprendido, también de manera intuitiva, lo inadecuadas que eran sus ideas sobre el lugar que ella debía ocupar en el universo y en relación a otros. Al cabo de unos días, encontrando a otra persona –llamémoslo C– fue capaz de contemplar la perfecta geometría que los componía y la relación necesaria que unió sus caminos. Es más, comprende la necesidad absoluta de su ruptura con B y la necesidad de no verlo nunca más.


En otras palabras, es feliz.


B, por su parte, parece que acaba de encontrar su fin. Dada la constitución del universo en su diáfano y perfecto diseño, B sabe ahora cuál es su incuestionable y asintótico accionar. No dejar de Ir nunca hacia su límite sin jamás llegar a coincidir con él.


No puede decir como nosotros, meros e inadecuados observadores, que es una lástima que en el mundo de los humanos no hayamos aprendido aún a habitar en una dimensión en la que considerando la eternidad del universo, logremos remontarnos sobre la contingencia del tiempo y el espacio para hacer frente a nuestros errores fundamentales. Afortunadamente, aunque sería mejor decir providencialmente, nos queda la conformidad de saber que existe Dios, que sin propósito ni premeditación, constituye el diseño absolutamente necesario del universo.


En tanto modo de la única infinita sustancia que es causa de sí, B perseverará en sí, no por un deber o un mandato, sino porque así son las cosas, y habrá de aprender a vivir en contra de su melancolía. Acaso algún día (tenemos que dejar abierta una puerta a la esperanza, pero nótese que soy yo el que interviene aquí) haya otro giro comprensivo y sepa que verdaderamente esa melancolía es su felicidad.


En mi esquema –perverso me gustaría agregar, puesto que soy tan inclinado a lo humano y sus pasiones– B está determinado (y no diremos condenado, que seguiría acumulando pasiones a lo que no las tiene) necesariamente a la empalagosa vida, aunque no el fin (el suicidio es una contradicción absurda y sería fruto de la inadecuación más absoluta de las ideas y afectos), de las penurias (Leiden)* del joven Werther.


*Leiden en alemán tiene la gracia de tener un sentido activo, vinculado a tolerar, y uno pasivo, vinculado a sufrir.


10-13 de abril, 2009

Saint Louis, Missouri


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